Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1854-1856 (Cortes Constituyentes de 1854 a 1856)
Sesión: 28 de febrero de 1855
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: nº 93, 2.501 a 2.504
Tema: Base 2ª de la Constitución

 El Sr. PRESIDENTE: Continúa la discusión de la base 2ª del dictamen de la Comisión de Constitución.

El Sr. SAGASTA: Señores, la materia de este debate es la más importante, es la más grave de cuantas se han presentado y pueden presentarse a la consideración de las Cortes Constituyentes; y desconfiando yo de mis débiles fuerzas para entrar en materia tan delicada, seguramente hubiera abandonado esta difícil tarea a labios más autorizados que los míos, sino fuera porque me creo en el deber de contestar a los cargos que se han dirigido aquí, ya implícita, ya explícitamente, a algunos Diputados que siendo altamente liberales han votado contra la libertad de cultos. Lo extraordinario de la hora en que estamos reunidos y el cansancio que naturalmente deben sentir los señores Diputados, me ponen en el caso de ser breve, limitándome por lo tanto exclusivamente a deshacer los indicados cargos, aunque para hacerlo tenga que tocar, siquiera sea ligeramente, algunos de los puntos de esta importantísima discusión. Por otra parte, el estado de mi salud no me ha permitido tener el gusto de oír mas que una muy pequeña parte del discurso del Sr. Ríos Rosas, y me encuentro imposibilitado de seguir en él a S.S. No temo yo, Sres. Diputados, la realización de algunas de las ideas emitidas en el curso de este largo debate; no temo la intolerancia de cultos; no temo su libertad tan amplia como la desean algunos Sres. Diputados, tan absoluta como es posible que sea, porque otra cosa sería hacer una ofensa, sería dudar de la Religión católica apostólica romana, que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española. Mal podría yo abrigar este temor, Sres. Diputados, teniendo tanta fe como yo tengo en mis creencias; yo no la temo, porque la comparación perfecciona el juicio, y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor. No es la opresión, no es la intolerancia, no es, en fin, la Inquisición la que en los pueblos ha [2.501] despertado la fe; el pueblo libre, por poco ilustrado que esté, con su instinto natural aceptará lo bueno y desechará lo malo, y puestas ante su vista las diferentes religiones, él las observaría, él las compararía, y por último, no lo dudéis, vendría admirado a inclinarse ante la cruz del Salvador.

Desde entonces ya no creería por costumbre, ya no creería por el recuerdo de lo que allá en su niñez oyó a manera de cuento fantástico; creería por convicción, creería porque habría llegado a persuadirse que la religión católica apostólica romana es la digna, es la verdadera y la única; creería, en fin, no por reminiscencia, sino porque tendría grabados los hechos en su corazón. Por otra parte, los ministros del altar se esmerarían y esforzarían más en interpretar dignamente las palabras del Señor, y no lo dudéis, en esta lucha quedaría triunfando nuestra religión. Sólo la verdad resiste la luz de la razón; mas la verdad, para que como tal aparezca, la necesita, como los peces el agua, como las aves el aire, como todo ser la luz vivificante del sol. Bajo este punto de vista, pues, no temo la libertad de cultos; yo no la puedo temer. Pero no es esta la cuestión, Sres. Diputadas. ¿Es conveniente establecer la libertad de cultos en nuestro país?¿Puede la Nación admitir como una mejora, reforma tan radical? ¿Sería prudente, sería político en las circunstancias que nos rodean, el establecimiento de semejante medida? No; y cuenta, señores, que yo ni debo ni puedo ser sospechoso a nadie en esta cuestión, porque a nadie cedo en amor a la libertad, a nadie cedo en patriotismo, a nadie cedo en buenas disposiciones a sacrificar, no mi vida, que mi vida vale poco, mi honra, por conservar ahora la libertad, por recuperarla después si por desgracia llegáramos a perderla. Pero el Diputado, señores, tiene sagrados deberes que cumplir, tiene altas misiones que desempeñar, tiene, por último, que satisfacer los deseos, las necesidades, las exigencias de sus comitentes.

Preciso es, pues, que el Diputado prescinda de alguna de sus ideas, sacrifique parte de sus principios en aras de esas necesidades, de esos deseos, de esas exigencias. Yo, señores, sé de algunas provincias de España, yo conozco muchas provincias de España en las cuales el establecimiento de la libertad de cultos hubiera sido considerado como una de las más grandes calamidades. En la provincia que tengo el honor de representar hubiera producido, no lo dudéis, la más profunda sensación. El único encargo que encarecidamente me hizo mi provincia, fue que no permitiera más religión que la religión católica apostólica romana; y yo no cumpliría su encargo, yo no sería un fiel representante de esa provincia, no sería su legítimo mandatario, si no procurara defender y sostener estas ideas hasta donde mis débiles fuerzas alcancen. Y no debéis extrañar, Sres. Diputados, este encargo de mi provincia, porque no debéis juzgar por vosotros mismos de la generalidad de los españoles: en la apreciación de la resolución que recaiga sobre esta importante cuestión entra por mucho, entra por todo la diferencia de educación, la diferencia de costumbres, la diferencia de instrucción, la diferencia hasta de la localidad en que se vive, y esta diferencia bien conocéis que entre vosotros y la generalidad del pueblo es muy grande, es inmensa. Por eso, señores, en la formación de ésta, como en la de todas las leyes, es indispensable no perder nunca de vista, es necesario tener siempre presente el dicho de un célebre legislador de la antigüedad: " No he dado las mejores leyes a mi país, pero sí las que estaban más conformes con su índole, con su carácter, con sus creencias, con sus sentimientos." La ciencia del legislador, está, pues, en modificar, si es necesaria esa modificación, esta índole, este carácter, estas creencias, estos sentimientos, a la par que se satisfacen de una manera paulatina, para no exponer al país a grandes convulsiones que quizá no podría resistir.

 Necesario es, pues, señores, en materia tan delicada marchar con pies de plomo, proceder con circunspección, caminar con prudencia, para no caer en un abismo. ¿No podría suceder, señores, que por querer avanzar demasiado sin tener en cuenta las circunstancias que nos rodean, viniésemos a parar en un retroceso? Reflexionen bien los Sres. Diputados que los enemigos de la libertad nos acechan por todas partes, que conspiran sin descanso, que tratan de explotar el descontento público, que tratarían de explotar esta medida como un arma terrible de que quizá se aprovechasen con éxito. Quizá nosotros fuéramos a proporcionar al partido carlista una bandera nacional que no tiene, que no ha tenido nunca, que no puede tener jamás; quizá nosotros fuéramos a fomentar la más horrible de las desgracias que pueden pesar sobre un país; quizá fuéramos a dar lugar a la más sangrienta de las guerras, la guerra civil. Pero, señores, si la máxima que acabo de indicar es preciso tenerla muy presente cuando se trata de avanzar, no debe tenerse menos presente cuando se trata de retroceder. ¿Qué establece la base 2ª de la Constitución que estamos discutiendo? Establece lo que de hecho está establecido en la Nación, lo que está ya encarnado en nuestras costumbres, en nuestro carácter, en nuestro sentimiento. Luego nosotros ahora no hacemos más que sentar de derecho lo que de hecho está establecido y existe. Y yo creo que las exposiciones que se han dirigido contra esa base por los ilustres Prelados españoles, más bien que contra la base, ha sido una especie de barrera, de dique que se ha querido oponer a las ideas más o menos exageradas que se han emitido aquí y fuera de aquí.

El cristianismo, se ha dicho aquí por algunos señores Diputados, es un obstáculo para la libertad, es el enemigo de la libertad. Y yo, señores, liberal por carácter, liberal por convicción, liberal de corazón, francamente, no comprendo ese argumento. ¡Que el cristianismo es el enemigo de la libertad! ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó el principio en que se funda el partido liberal? ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó las bases en que descansan las ideas democráticas? ¿Quién? El representante del cristianismo, Jesucristo. Libertad, igualdad y fraternidad; he aquí la doctrina de Jesucristo. Jesucristo fue el primer demócrata del mundo, y vosotros, demócratas, todo lo que sois, todo lo que valéis, lo debéis al cristianismo. Buen cuidado tenéis de decirnos esto muy a menudo, y hacéis bien, porque por esto vuestras doctrinas son santas, si bien son inaplicables, y tanto más inaplicables cuando más se aproximen a la doctrina de Jesucristo. ¿Y sabéis por qué? Porque entre él que las proclamó y nosotros que hemos de practicarlas hay una distancia inconmensurable, hay un abismo; porque él que las proclamó era todo bondad, todo era mansedumbre, y nosotros que hemos de practicarlas somos todo soberbia, todo maldad y entiéndase, señores, que empleo la palabra maldad, relativamente hablando, puesto que estoy haciendo una comparación (si en esto cabe comparación) [2.502] entre Jesucristo que proclamó esas ideas y nosotros hombres que hemos de practicarlas.

Pues bien; si las ideas liberales, si la democracia están basadas en la doctrina de Jesucristo, ¿cómo hay quien se atreva a sostener aquí que el cristianismo sea enemigo de la libertad?

La unidad religiosa, se dice, es una tiranía, puesto que establece la interdicción de los cultos, y la libertad rechaza esa tiranía como todas las tiranías. Pero, señores, es necesario no olvidar nunca que el principio de libertad no puede ser único, exclusivo, absoluto; con él tienen que existir necesariamente otros principios que le aminoran, que le disminuyen, que le coartan. ¿Podríamos existir nosotros sin el principio de la moralidad? ¿Podría existir el gobierno y la sociedad sin el principio de la conveniencia pública? Pues aquí tenemos dos principios cuya coexistencia con el principio de la libertad le aminoran, le disminuyen, y sin embargo son indispensables hasta para esa misma libertad.

La intolerancia religiosa nos conduce al indiferentismo religioso, nos decía el Sr. Godinez de Paz, y ahora recuerdo que esta idea había sido antes emitida por el Sr. Montesino, que decía: escrita tenéis la prueba de ello con caracteres de piedra en los monumentos religiosos; recordad los grandes y suntuosos edificios destinados al culto, que legaron los pueblos de la antigüedad a las generaciones siguientes; echad una rápida ojeada sobre los pocos y mezquinos que se construyen hoy; los primeros representan el fervor religioso; en los segundos vemos la intolerancia religiosa.

Separándome yo de esta opinión, creo que esos mudos testimonios son, más bien que el barómetro del fervor religioso, el barómetro del fanatismo. Pues qué, ¿se pretende acaso que nos encontremos en cada calle una iglesia, en cada plaza una catedral, en cada encrucijada un convento, en cada pueblo una Inquisición? No; de seguro no queréis esto.

Nosotros tenemos que hacer hoy de menos lo que nuestros antepasados hicieron de más. Por otra parte, si ahora no construimos iglesias, edificamos casas de beneficencia para vestir al desnudo, para dar de comer al hambriento, para dar de beber al sediento; si no edificamos catedrales, levantamos hospitales para curar al enfermo; si no edificamos conventos, establecemos edificios dedicados a la instrucción pública para enseñar al que no sabe; si no establecemos Inquisiciones, reformamos el sistema carcelario para corregir al que yerra, mejorando en vez de empeorar su corazón; si antes para perpetuar un hecho glorioso, para trasmitir a la posteridad un suceso grande, se agotaban las arcas del Tesoro levantando en despoblado y entre escarpadas rocas magníficos y suntuosos monasterios que han venido a ser hoy solitaria vivienda de las aves, ahora procuramos agotar el Erario público abriendo canales para fomentar la agricultura, construimos caminos de hierro para desarrollar la industria; establecemos telégrafos eléctricos para conducir por medio de un alambre las palabras y las ideas con la velocidad del rayo, acortando así las distancias, haciendo desaparecerlas fronteras, disminuyendo la dimensión de los mares, para hacer desaparecer también de este modo entre los pueblos las disidencias, los odios entre las Naciones, la diferencia entre las razas, apresurando así la realización de aquellas palabras del Evangelio: "Todos somos hermanos sobre la tierra, y todos como tales debemos amarnos." Comparad, pues, lo que hacemos ahora con lo que hacían los pueblos antiguos, y decidme enseguida si cumplimos con las obras de misericordia, tan recomendadas por nuestra santa religión, mejor y más fielmente que lo hacían nuestros antepasados dedicándose única y exclusivamente a, la construcción de ermitas, capillas, iglesias, conventos, catedrales y basílicas.

Señores, en el curso de este largo debate he venido observando, y lo digo francamente, con el más profundo dolor, las tendencias de algunos Sres. Diputados a hacer dependiente la libertad política de la religiosa, a envolver a la Iglesia con el Estado, a hacer que la cuestión religiosa sea una cuestión política; y de aquí el cargo que se nos ha dirigido a algunos Diputados que, altamente liberales, hemos votado contra la libertad de cultos, error funesto que nos conduciría a las más fatales consecuencias, y que por espacio de muchos siglos ha hecho pesar como una losa de plomo tantos males sobre la humanidad. " Mi reino no es de este mundo," dijo el representante del cristianismo, queriendo significar con esto la absoluta necesidad de que el poder espiritual está completamente separado del temporal.

Mientras se tuvo presente esta máxima, mientras la religión giró en una esfera distinta de la de la política, adelantaron las ciencias; las artes y la industria se desarrollaron, y los pueblos marcharon a pasos agigantados hacia la civilización; pero desde que se echó en olvido esta máxima, desde que la iglesia de Roma quiso reunir al poder espiritual el temporal, pretendiendo extender la dominación sobre todos los pueblos de la tierra, interviniendo en todos los tratados de Europa, declarando la guerra y haciendo la paz, la Iglesia se envolvió con el Estado, la religión se confundió con la política, y la iglesia, y la religión, y la política, y la civilización, todo cayó en la más repugnante abyección. De aquí, señores, el establecimiento de la Inquisición, de ese tribunal injusto, oprobio de la humanidad; de aquí el que ese tribunal sirviese, no sólo para los herejes, sino también para los hombres políticos y para los que bajo cualquier concepto se distinguían en las ciencias y en las artes; de aquí el que dentro de sus espesos muros y fortísimas bóvedas quedasen sepultadas, a la par que la herejía, las artes, las ciencias, las letras y la civilización; de aquí esos repugnantes abusos que se han cometido con todas las religiones cuando han estado confundidas con la política; de aquí el que Enrique IV de Alemania, despojado de sus insignias Reales y cubierto con un tosco sayal, cayera contrito a, los pies de un fraile encolerizado; de aquí las tramas infernales de Catalina de Médecis, los asesinatos de los Guisas, la matanza de los hugonotes; de aquí la maldad de la Reina Isabel de Inglaterra premiando a, los asesinos de los cristianos; de aquí que el imbécil Carlos II de España se prestara a los más ridículos exorcismos, entregando al mismo tiempo el cetro de cien Reyes en manos que no debían contener más que el Crucifijo y el Evangelio. ¿Queréis, pues, que volvamos a aquellos calamitosos tiempos? Pues haced depender la libertad política de la libertad religiosa, envolved a la Iglesia con el Estado, confundid la religión con la política; haced de la cuestión religiosa una cuestión política, y no lo dudéis, ese tiempo llegará; pero porque yo no quiero esos tiempos, porque yo los temo, no quiero, no debo hacer depender la libertad política de la libertad religiosa, no quiero confundir la religión con la política, no quiero hacer de la cuestión [2.503] religiosa una cuestión política. Se concibe perfectamente un país regido por instituciones políticas altamente liberales, con intolerancia religiosa; de la misma manera que se concibe un país dominado por un cetro de hierro con libertad de cultos. ¡Bajo la dura opresión del autócrata de las Rusias se ve la práctica de varios cultos!

La gran revolución del siglo XVI, que contra la Iglesia tuvo su cuna en Alemania, pasó luego a la Francia y se extendió después a Inglaterra; esa gran revolución, repito, que tantas veces nos ha citado el Sr. Ríos Rosas, produjo, sin duda, grandes y beneficiosos resultados en todo lo que tiene relación con la civilización de los pueblos; produjo inmensas ventajas en lo que respecta al principio de libertad, cuya semilla, parece que aquella gran revolución extendió sobre la faz de la tierra, para que dos siglos después, a últimos del siglo XVIII, viniera a producir óptimos frutos. ¿Pero sabéis por qué? Porque entonces la iglesia estaba envuelta en el Estado, la religión estaba confundida con la política, y Ia revolución contra la iglesia fue la revolución contra el Estado, fue la revolución contra Ia política, fue revolución que separó, que divorció, en fin, el poder espiritual del poder temporal, que separó la religión de la política, y fue también la revolución que enseñó a los pueblos el derecho que tienen a la libre discusión.

Pero una vez la iglesia separada del Estado; una vez divorciado el poder espiritual del poder temporal, ¿qué ventajas produjo a los pueblos aquella gran revolución en lo que tiene relación con el cristianismo? La obra de Lutero, la obra de los hugonotes, la obra de los protestantes políticos del siglo XVI, lo mismo que la obra de Voltaire, de Diderot, de D'Alembert y de los enciclopedistas del siglo XVIII, cuyas doctrinas tenían su base en el siglo XVI, era el Individualismo; ese principio, Sres. Diputados, que separando al hombre de la sociedad le constituye en juez de sí mismo y de cuanto te rodea, y que inspirándole una idea exagerada de sus derechos, no le marca ninguno de sus deberes; ese principio, Sres. Diputados, negación de toda sociedad; ese principio, en fin, que sería la muerte de esa misma libertad, de la cual parece que nace, de la cual parece que se desprende, de la cual parece que se origina. No; el hombre no ha nacido sólo para sí mismo: ha nacido para sus semejantes, ha nacido para mantener y fortificar esa inmensa cadena social que los Luteros, que los hugonotes, que los Voltaires, que los Diderots, que los D'Alemberts, que los protestantes políticos, que los enciclopedistas, en fin, trataron de destruir fraccionándola y subdividiéndola en sus diversos e infinitos eslabones.

No quiero molestar más la ya cansada atención de los Sres. Diputados, y concluyo rogando encarecidamente a la Asamblea se sirva dar su aprobación a la base de la Constitución que desaliñada, pero lealmente, acabo de tener la honra de defender. He dicho.



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